por CLAUDIO MADAIRES
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En vano los perseguidos suplicaron por sus vidas cuando los jinetes bárbaros ingresaron en la espesura del bosque con sus alaridos, sus espadas de hierro y sus antorchas, todos aunados en tropel para rematar la cruel faena que les llevaba ya tres largos días y tres largas noches de criminal esfuerzo. Niños, ancianos y mujeres sobrevivientes fueron degollados sin piedad ni remordimiento.
Para ellos, hordas centauras esta vez victoriosas, la muerte del enemigo (y la propia muerte) equivalía a un detalle irrelevante que el Universo decreta con infinita iteración y anterioridad a los actos, a los sentimientos y a los razonamientos humanos.
Desde la primera infancia, estos bárbaros habían sido educados en una variante sectaria de esa misteriosa y joven religión del Oriente Medio que les aseguraba bajo juramento de iglesia que nadie, absolutamente nadie, por bueno o perverso sea, ha de morir para siempre en las batallas o bajo los peores tormentos, sino que las almas son inmortales y que los cuerpos perecederos no son ninguna otra cosa que transitorios receptáculos de lo Individual Eterno.
Los bárbaros ejercían la violencia extrema, en consecuencia, como desde antes de la Conversión; pero ahora gozosos de ejercitar al pie de la letra las homilías inculcadas. Habían adquirido una verosímil inmunidad moral y filosófica ante la violencia extrema, desde el momento que aceptaban a fuerza de rezos e instrucciones sacerdotales que el hierro homicida, tras cercenar cabezas y arrancar corazones, libera almas.
Por fin las hordas bárbaras habían sido sojuzgadas al verdadero Cristianismo.
Para ellos, hordas centauras esta vez victoriosas, la muerte del enemigo (y la propia muerte) equivalía a un detalle irrelevante que el Universo decreta con infinita iteración y anterioridad a los actos, a los sentimientos y a los razonamientos humanos.
Desde la primera infancia, estos bárbaros habían sido educados en una variante sectaria de esa misteriosa y joven religión del Oriente Medio que les aseguraba bajo juramento de iglesia que nadie, absolutamente nadie, por bueno o perverso sea, ha de morir para siempre en las batallas o bajo los peores tormentos, sino que las almas son inmortales y que los cuerpos perecederos no son ninguna otra cosa que transitorios receptáculos de lo Individual Eterno.
Los bárbaros ejercían la violencia extrema, en consecuencia, como desde antes de la Conversión; pero ahora gozosos de ejercitar al pie de la letra las homilías inculcadas. Habían adquirido una verosímil inmunidad moral y filosófica ante la violencia extrema, desde el momento que aceptaban a fuerza de rezos e instrucciones sacerdotales que el hierro homicida, tras cercenar cabezas y arrancar corazones, libera almas.
Por fin las hordas bárbaras habían sido sojuzgadas al verdadero Cristianismo.
250 palabras
© Claudio Madaires (CAGB)